12 de julio de 2011

Dunas Inútiles, Minería Útil


El gobierno progresista contó con dos enormes proyectos: uno debía haber señalado el camino de una reconversión agropecuaria, donde no tiene sentido un retroceso a la minería, el otro, debía haber dejado en claro que las dunas no son inútiles. Se perdieron aquellas oportunidades y se vuelve a caer en un economicismo convencional.

Eduardo Gudynas, en Semanario Voces 7/7/11.

Semanas atrás, el presidente J. Mujica arremetió contra las dunas de Cabo Polonio, calificándola como inútiles, ironizó sobre el ambientalismo, y propuso su “privatización” para obtener dinero a invertir en colonos rurales. Ahora volvió a la carga, burlándose una vez más de los ambientalistas, para afirmar que el debate sobre la minería debería centrarse en cuánto se le va a cobrar a la empresa y cómo se usará ese dinero.
En estos y otros casos emerge una particular ecología política: los recursos naturales se valoran únicamente por su valor de mercado a la cotización actual, se deja de lado la ponderación del futuro, desaparece la idea de patrimonio nacional, y todo se enmarca en un menjunje de negocios, sean estatales o privados, para terminar justificándolos en la lucha contra la pobreza. Bajo esa mirada, las alertas sociales o ambientales en unos casos impedirían el progreso, y en otros serían perversos frenos para obtener el financiamiento que necesitan los programas de lucha contra la pobreza.
Esa es una postura convencional conocida. Concibe que las contradicciones entre ambiente y desarrollo son inevitables, por lo cual los impactos solo podrían ser aminorados, sean por la tecnología (por ejemplo, filtros en las chimeneas), o por compensaciones económicas (como redistribuir regalías mineras). La Naturaleza sería una canasta de recursos inútiles que deben ser convertidos en útiles. La novedad en varios gobiernos progresistas, incluida la administración Mujica, es ligar este extractivismo con la necesidad de financiar el Estado y en especial los planes de lucha contra la pobreza. Su extremo se observa en Venezuela, donde se reclama tolerar los impactos de la explotación petrolera para asegurar “beneficios” para toda la nación –es una lógica sacrificial.

¿Oportunidades perdidas?

Pero un examen más atento muestra que Uruguay contó con dos enormes proyectos que debían haber ofrecido respuestas para resolver esas aparentes contradicciones. El caso más llamativo es el llamado “Programa de Producción Responsable”, que dispuso desde 2005 de unos abultados 37 millones de dólares (80% provisto por el Banco Mundial), para promover una alternativa a la agropecuaria tradicional, incorporando mejores prácticas que sirvieran también para la conservación de la Naturaleza.
Ese programa estaba bajo la administración de J. Mujica en el Ministerio de Agricultura y Ganadería (y después, por quienes le siguieron en esa cartera). Desde allí tenían que salir iniciativas tales como la promoción de productos ecológicamente amigables, diversificar la producción, y crear un sentido de pertenencia sobre la biodivesidad nativa. Este esfuerzo debía haber dejado en claro las opciones para una nueva agropecuaria verde, de manera de no caer en retrocesos tales como renunciar a ella para hacer minería.
Paralelamente, desde 2005 se contó con un programa de fortalecimiento del Sistema Nacional de Areas Protegidas, coordinado por el Ministerio del Ambiente y el MGAP. Dotado con casi 8 millones de dólares, uno de sus componentes debía haber sido dejar en claro la importancia económica y productiva de mantener áreas naturales protegidas. Si esto hubiera funcionado, el entorno presidencial ya debería saber que las dunas del Cabo Polonio y otros sitios naturales no son inútiles, y que su conservación tiene beneficios ambientales pero también económicos.
No puede decirse que el Estado no tenía recursos para explorar alternativas a las contradicciones entre ambiente y desarrollo, ni que la presidencia nada sabía sobre estos proyectos. Pero parecería que se fracasó en dejar en claro, o entender, esos mensajes.
Es así que una y otra vez se minimizan los impactos ambientales. No comentaré sobre las imprecisiones más gruesas de los recientes dichos presidenciales, tales como hablar del poco consumo de agua por Aratirí, pero nada decir sobre su embalse de relaves de más de 2400 has., o hablar sobre los “ingresos” que tendría el gobierno, sin que se sepa si alguien calculó las pérdidas (desde las agropecuarias hasta los subsidios en energía y aguas).
Se intenta, en cambio, centrar la discusión pública en cuánto cobrarle a la empresa, y cómo invertir y distribuir ese dinero, y no sobre la conveniencia de la minería en sí misma. Eso implica sopesar los impactos productivos, sociales y ambientales solamente por sus beneficios o compensaciones económicas. Si el impacto es muy elevado, reclamaríamos una mayor tajada de la rentabilidad de la empresa, buscando cruzar un umbral donde la gente esté dispuesta a aceptar el deterioro de paisajes o la contaminación.
Ese camino ya se ha intentado en varios países, y casi siempre termina mal. Veamos: En Estados Unidos, la ultraconservadora Sarah Palin con orgullo enviaba un cheque anual a cada poblador con su tajadita de la ganancia petrolera; una medida indispensable para tolerar la destrucción de las áreas naturales en Alaska. Si la idea presidencial es repartir un bono de las ganancias mineras entre cada uruguayo, estaríamos repitiendo la estrategia neoliberal inaugurada por Gonzalo Sánchez de Losada años atrás, en Bolivia. Pero más recientemente, en ese mismo país, Evo Morales ha diseminado todavía más un impuesto directo a los hidrocarburos, que en buena parte va a comunidades locales pero sin efectividad en generar desarrollo genuino, aunque muy efectivo en disparar disputas sobre su monto, reparto y manejo.
Las compensaciones económicas no diversifican las economías, y son ecológicamente ciegas (por más dinero que reciba un poblador local, el suelo fértil perdido o los árboles talados, no necesariamente se recuperarán). Mirar a Noruega, como hizo Mujica, tampoco es correcto, ya que sus hidrocarburos se obtienen en el mar, mientras que el hierro uruguayo no viene del océano, sino que reemplazará tierras agrícola-ganaderas, un recurso que es renovable de aquí a la eternidad.
Nos acecha también el extremo por el cual los más pobres y los asalariados terminan defendiendo la expoliación ecológica. Hay una larga lista de sindicatos que defienden la minería, a pesar de los impactos sobre su propia salud. El caso más dramático tiene lugar en La Oroya, en Perú, una de las diez ciudades más contaminadas del planeta. Allí, muchos de sus pobladores y sindicatos defienden a la minera y la siderurgia local, ante al temor de perder sus fuentes de trabajo, aunque eso los está matando poco a poco.
Frente a estos casos me pregunto, ¿es un buen camino para la izquierda uruguaya repetir a los conservadores de Estados Unidos, copiar la problemática boliviana, o apostar a la lógica del sacrificio?

Fuente: Observatorio Minero del Uruguay

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